domingo, 27 de agosto de 2017

Francisco Suárez, sobre el derecho de intervención



¿Pueden lícitamente los príncipes cristianos coaccionar a los paganos para que se conviertan al cristianismo?

Los infieles no apóstatas, tanto súbditos como no súbditos, no pueden ser obligados a recibir la fe católica aunque les haya sido suficientemente anunciada.

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Porque es evidente que no es lícita esta coacción [contra los infieles no súbditos] sin tener autoridad legítima. De lo contrario, serían justas todas las guerras y toda clase de violencias.

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Para declarar que no ha sido concedida esta potestad a los hombres completó San Pablo aquellas palabras: "Dios juzgará a los de afuera". No se ha concedido a los hombres poder para castigar a los infieles y, en consecuencia, ni para castigarlos ni coaccionarlos. Cristo dio instrucciones a los apóstoles que mandaba predicar diciéndoles que no llevaran báculo ni espada. San Jerónimo interpreta que les prohibió todo instrumento de coacción y les enseñó la paz. Cristo concluye al fin: "Los que no os recibieren, no serán perdonados el día del juicio"; queriendo significar que el castigo de este delito se lo reservó Dios a sí mismo; y así dijo: "El que no creyere, se condenará".

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Si hubiera concedido Cristo esta potestad, no estaría inmediatamente en los príncipes temporales, porque Cristo ninguna les concedió en estas condiciones. Estaría, por tanto, en los obispos y especialmente en el Romano Pontífice. Ahora bien, los mismos pastores de la Iglesia desconocen en sí esta clase de potestad y nunca usaron de ella. Cristo Nuestro Señor dijo a San Pedro: "Apacienta mis ovejas". Es, pues, cierto que no dio Cristo este poder a la Iglesia.

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No conviene a la Iglesia ese modo de traer los hombres a la fe. Es mucho más importante que sea totalmente espontánea la primera conversión y profesión de fe. Se mostraría así la eficacia de la palabra de Dios y la gracia divina. Es obra, sobre todo, de Dios, como dijo Cristo. Por esto dijo San Pablo: "Las armas de nuestra milicia no son carnales"; y también: "No hay entre vosotros muchos poderosos".

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El poder político procede inmediatamente de los hombres; se ordena únicamente al fin natural, especialmente a la paz del Estado, la justicia natural y la moralidad conveniente a aquel fin. En cambio, el pecado de infidelidad está fuera de este orden natural y de aquel fin del Estado. No pertenecerá, por tanto, al poder político el castigo de esta clase de pecados [en los infieles súbditos], ni podrá imponerse justamente si no media un castigo justo del delito opuesto [la blasfemia].

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¿Pueden ser obligados los infieles a abandonar sus errores y falsos cultos?


Propiamente hablando, no pueden ser obligados los infieles no súbditos a dejar sus errores y sus ritos. Es doctrina común de los comentaristas de Santo Tomás, el cardenal Cayetano, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Diego Covarrubias, Gregorio de Valencia y Pedro de Aragón.

Puede probarse primero con el ejemplo divino. Como quisiera Dios castigar a las gentes que habitaban en la tierra de promisión, no quiso que los israelitas les hicieran la guerra por sola su idolatría, sino por la injuria que les inferían al prohibir a los hijos de Israel el paso pacífico por su territorio y otras tierras. Se deduce del libro de los Números, como advierte San Agustín. Graciano formula la regla general: "No es lícito al soberano hacer la guerra a estas naciones, si no es para defenderse o vengar las injurias que hubieren hecho a sí o a los suyos. La sola razón de arrasar la idolatría no es causa suficiente para una coacción justa". Así respondió Nicolás Papa a los búlgaros: "Sobre los infieles que hacen sacrificios a los ídolos, diremos que deben ser convencidos más bien con argumentos que por la violencia".

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En conclusión: como un hombre privado no puede obligar o castigar a otro también privado, ni un rey cristiano a otro rey cristiano, ni un rey infiel a otro pagano, tampoco la República de los infieles, que es soberana en su orden, podrá ser castigada por la Iglesia a causa de sus crímenes, aunque vayan contra la razón natural. Tampoco podrán, pues, ser obligados a abandonar la idolatría y otros ritos semejantes.

Y no importa que estos pecados vayan contra Dios. Como antes dije, Dios no hizo jueces a los hombres para que vengaran las injurias que se le hicieron en todos los aspectos con relación a todos los hombres. Quiso en esto conservar el orden natural de que los súbditos obedezcan a sus príncipes. Se reservó para sí el juzgar a los soberanos en materias que pertenecen al orden natural. Mayores males aún se seguirían de permitir lo contrario.

Respondemos al argumento que trataba de las blasfemias. La idolatría no es propiamente blasfemia, sino únicamente de un modo virtual y eminente. Además, se dice que puede el príncipe cristiano obligar a los infieles a que no blasfemen, cuando lo hacen en desprecio de la Iglesia y para injuria de la religión cristiana. Entonces surge un verdadero título de guerra. Como también pueden ser coaccionados, para que no sean un peligro para los cristianos, los induzcan al error o los obliguen a desertar de la fe. No sucede así cuando sus pecados, aun contra la religión, solamente van contra Dios.

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Pueden ser obligados por los príncipes cristianos [los infieles que son sus súbditos] a dar culto al único Dios verdadero; consecuentemente, pueden también ser obligados a abandonar los errores que van contra la razón natural y son contrarios a la fe.

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Rectamente distingue Santo Tomás dos clases de ritos. Unos van contra la razón natural y son conocidos por la luz natural como la idolatría. Otros son ciertamente supersticiosos comparándolos con la religión cristiana y sus preceptos, pero no son por sí mismos intrínsecamente malos o contrarios a la razón natural. De esta manera son la religión judaica y quizá también muchas manifestaciones religiosas de los mahometanos y de otros infieles parecidos, que adoran al Dios único verdadero.

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¿Pueden ser privados los príncipes infieles del poder y potestad que tienen sobre los cristianos?


Se ha de afirmar: "Los príncipes infieles no pueden ser privados por la Iglesia, por sí misma y directamente, de la autoridad y jurisdicción que tienen sobre los súbditos cristianos". El aserto está tomado de Santo Tomás, y lo defienden comúnmente el cardenal Cayetano, todos los comentaristas más modernos y otros escolásticos, principalmente Guillermo Durand; en general, los canonistas Antonino de Florencia, Silvestre Prierias, Juan Fisher, Juan Didroens, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Alfonso Salmerón. Lo mismo suponen otros maestros antes referidos.

¿Fundamento de esta verdad? Estos príncipes pueden ser privados de hecho de esta jurisdicción y potestad por dos razones: porque, según el derecho divino, no tienen esa autoridad, o también porque, aunque la tuvieran, son indignos por razón de su infidelidad y por este motivo pueden ser despojados de ella con toda justicia. Pues bien, ninguno de estos términos es posible. La conclusión es clara.

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No se deduce esta exención o enajenación de soberanía de los textos de la Sagrada Escritura o la tradición. Precisamente lo contrario se prueba claramente por estos dos principios. Pruébalo la Sagrada Escritura. San Pablo ordena: "Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores". En la palabra "todos" están evidentemente incluidos los cristianos; y en las palabras "autoridades superiores" comprende al emperador y a los príncipes que entonces reinaban, que por cierto eran infieles.

También en su carta a Tito, refiriéndose a los cristianos, dice: "Amonéstales que vivan sumisos a los príncipes y a las autoridades"; y San Pedro: "Estad sujetos a toda autoridad humana".

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Este poder político proviene del derecho natural y de gentes; la fe, del derecho divino sobrenatural. Ahora bien, un derecho no destruye ni contradice al otro; ni el derecho natural se funda en el derecho positivo, sino que más bien es como sujeto y un requisito para aquél. Luego tampoco la autoridad humana se funda en la fe, como para que se pierda por razón de la infidelidad; ni, por el contrario, la obediencia humana al gobernante infiel repugna a la fe o a la condición de cristiano. Por consiguiente, no se pierde por este mero hecho.

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Señal es de que se debe conservar este orden según el derecho natural, porque así conviene al bien y paz del universo y a la equidad de la justicia. El poder dado a la Iglesia no contradice al derecho natural. Se lo dio para edificar y de la manera que más convenga a la conservación de la fe. Luego no se dio ese poder con ese fin, que sería más bien para destrucción, pues sería una injuria de la fe y para escándalo de otros.

Francisco Suárez

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